Me miras inquieto.
-Tengo miedo- gritan mis ojos, desesperados. Entonces me acaricias, y el eco de tu voz no cesa en el intento de tranquilizarme.
-Estoy aquí- resuena en mis oídos. Pero esa voz se pierde en el vacío de mi alma, y mi corazón lamenta no saber qué dolor escoger: el de una espina lentamente desgarradora, o el del recuerdo de ese pesar, tan lacerante como placentero.