Alicia no podía más. Ya era socia de dos videoclubes y tres revistas. Había comprado tres enciclopedias temáticas y se había adscrito a un colectivo cristiano llamado "la Luz de la Senda". Eso último fue el remate final. Ella, Alicia, una atea convencida de sus principios, se había unido a lo que ella consideraba una secta sólo para probar suerte con el joven "relaciones públicas" que había ido a su casa con un folleto que daba un mal rollo de tres pares de narices. Pero, una vez más, no consiguió nada. Estaba a punto de denunciar ante el Tribunal Superior de Justicia a todas las empresas que mandaban a buenorros a su casa, los cuales eran culpables de que ahora formara parte hasta de una cooperativa agrícola con sede a doscientos kilómetros de su casa. Y, lo peor de todo, seguía sin haberse llevado a la cama (o a cualquier otro mueble/electrodoméstico medianamente cómodo) a ninguno de los comerciales que habían ido a su casa.
Sin saber si se debía a la desesperación o a que durante años había ocultado su verdadero ser, Alicia descubrió de pronto que era lesbiana, todo ello en una situación muy común (mientras expulsaba por orificios varios, con su amiga, entre dos coches, las ocho copas que se había metido entre pecho y espalda). Sí, pertenecía a ese grupo de bolleras a las que ella tanto odiaba por tener lo peor de los hombres y de las mujeres. Pero, prejuicios aparte, Alicia consiguió superar su adicción por los guapos vendedores chupasangre y hallar la felicidad con una mujer. Ahora está felizmente casada con Carla, una bella joven a la que conoció frente a una Iglesia y que es distribuidora a domicilio de productos cosméticos. Ironías de la vida...