Y ahí seguía esa antigua cómoda, corrompida por lo años. Parecía
triste y desentonaba del resto de los muebles, más modernos y sofisticados.
Desde su soledad, observaba las vidas que pasaban ante ella y que, tarde o
temprano, acababan desapareciendo. Sus delicadas piernas daban la impresión de
no aguantar más el peso de los años. Pero ahí seguía esa vieja cómoda,
solitaria e impasible. Ahí seguía y seguiría siempre, pues para la señora
Gertru no era una cómoda cualquiera: era el espejo de su alma.